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jueves, 21 de mayo de 2009

Una forma elegante de procastinar

Cuando me pongo a hacer una tarea en el Word Writer, a veces dejo de escribir acerca del tema que debería ocuparme y me da por vomitar (no conozco una palabra que lo describa mejor) palabras y frases sueltas. Esta vez fue una cuartilla:

El increíble aparato que el mariscal Foch había ideado era nada más una bola de algodón dentro de un globo. El algodón retendría algo de alcohol y un disparo al globo lo quemaría en una bola de fuego. Pero luego de darse cuenta de que el globo en llamas sería un arma inútil se dio a la bebida y murió en su hacienda junto a las ovejas y los girasoles de abril. En su tumba un pasto ralo crece con las lluvias que poco a poco deslavan la lápida en la que una inscripción reza así:

   “CUATUR, MERI GAURS”

   Las enigmáticas palabras no significan nada más que las artes de un estafador de Hamburgo, artista errante de esos que lo mismo venden remedios para la sífilis que sacan dientes y cuentan chistes a los viajantes para distraerles y robarles las alforjas en un descuido. En esta ocasión, el mariscal se hallaba postrado en su sala, oyendo crepitar la leña en el hogar cuando oyó que tocaban a la puerta. Desconocedor de las costumbres de la gente de sociedad, se dignó a abrir él mismo. Y allí estaba el famoso grabador don Juan de San Carlos, con el sombrero raído, la capa cenicienta y el rostro marchito. La imagen misma del tiempo: horrible, viejo, apergaminado y con olor a maderas rancias. El mariscal se fijó en los ojos de este extranjero y pudo distinguir en ellos un fuego familiar: el del cortesano que se humilla ante los pies de su amo por unas monedas o por un cumplido, o tan siquiera por un gesto de deferencia y familiaridad que le permitirá ser el centro de atención de la servidumbre en la tertulia de las tardes, cuando después de ir a servir el te y el chocolate los sirvientes se retiran a la cocina a contar los chismes. El mariscal, ávido de alguien así cerca de él, lo dejó pasar. Eso fue su perdición. Este extraño, esta figura reseca, esta alegoría más que hombre le chupó la vitalidad que le quedaba a base de cumplidos y reverencias. Poco tuvo que hacer para heredar su hacienda. Sin embargo, Foch no era tonto, y podía oler el veneno en sus comidas y ver el puñal debajo de sus ropas. Su vida se había convertido en un juego del gato y el ratón, lo que le divertía. Le fascinaba la perversidad del hombre pequeño, la avaricia con la que contemplaba las condecoraciones y el fastuoso servicio de mesa. Una vez lo sorprendió oliendo la alfombra que había venido de Persia cruzando los desiertos y los mares. Se figuró que quería aspirar el opio que se le había impregnado en el taller del artesano, y esperó que sólo alcanzara a distinguir el hedor de los camellos. Pero el tiempo pasó, y Foch se hartó de su bufón, como se había hartado de su hacienda y de su vida hacía ya tanto tiempo. Así que lo llamó a su lado:

   - Julian (Juan, había dicho alguna vez, era un nombre que sonaba a santo, y un tipo como él merecía algo más terrenal), ¿quieres traer el libro de Groler?
   - Sí, mi señor.

   Cuando volvió con el libro, el mariscal hizo el primer disparo que había sentido justo en toda su vida. Impasible, cual si contemplara destazar a un cerdo, lo contemplaba arrastrándose por la sala, gimiendo y dejando un rastro de sangre por todas partes. Tendría que quemar el tapoete. Las sillas ya no tenían valor. Un jarrón de porcelana, proveniente del saco de Roma, cayó al suelo, rompiéndose. “Vé con los tuyos” pensó Foch. “Ya no tienes que sentirte mancillado por Carlos V”. Julián, Jean, Juan, acompáñalo por favor.
   En un rictus de dolor, los dientes amarillentos del siervo polvoriento esbozaron una sonrisa. No tenía idea de que el mariscal moriría el día siguiente del cansancio que le significaría enterrarlo en el jardín. Cuando su cuerpo maloliente fue encontrado una semana después por el lechero, sostenía todavía entre sus dedos un collar con las palabras que se convertirían en su epitafio. La única vez que había robado.
Y así, mis queridos educandos, es como se pueden perder cuarenta minutos de una forma que no te haga sentirte culpable luego.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Feliz dia de la toalla

Atte
David Reda